martedì 5 ottobre 2010
¡Nunca vayas a Durham!
Vale. Vas al aeropuerto. La cola es larga pero va rápido. Dejas las maletas, te dan los billetes, pasas el control de seguridad, todo tranquilo. Te sientas, te comes los bocadillos, vagueas por un par de tiendas, vas a la puerta de embarque. Te sientas. Pasa media hora, bueno, hay cierto retraso. Pasa otra media. "Vaya, nada se mueve". Miras el panel de al lado y dice eso, que hay retraso. "Bueno, no pasa nada, total, estoy acostumbrado". Media hora más y te aburres de escribir en el ordenador y de mirar a la gente las caras. Empiezas a impacientarte, aún más cuando ves que la gente se comienza a poner nerviosa, se levanta, habla en voz alta, algunos intentan salir. Se empiezan a escuchar rumores, vienen unos policías, "retraso de al menos 3 horas". "Al menos" te van y dicen. Tensión.
Haces un cálculo rápido. "Si salimos en tres horas, llegamos a londres en 5, luego el metro, esto, lo otro. ¡Horror! Pierdo el tren".
Sales de la zona de embarque. Te acercas a la ventanilla. Hay algunos como tú que piden más información. Mientras esperas la cola repasas los cálculos rápidos, nada, es que no hay forma, el tren lo pierdes seguro, las matemáticas no fallan. Preguntas, reclamas, "sí, le podemos cambiar el billete o devolverle el importe". "Gracias, ahora lo pienso", menos mal que son amables. Intentas llamar a Elena, 2 euros que pierdes en la cabina. La llamas directamente desde el móvil, una, dos, tres veces, a la cuarta por fin contesta. "¿Qué es lo que pasa?". "Esto y lo otro". Ea, nerviosidad. A ver qué es lo que se hace.
Llamas a uno, llamas a otro, nadie te puede ayudar. Necesitas alguien rápido, que tenga internet ahora, que sea hábil buscando, y nadie está disponible. "¿Qué hago? ¿Sevilla-Liverpool-Durham? ¿Sevilla-Edimbourg-Durham? ¿Ryanair, Air Europa, Vueling? ¿Salgo hoy, salgo mañana?" Ysa responde, pero es de poca ayuda, no por ella sino porque no hay mucho en que me pueda ayudar. Al final tomas una decisión, sales mañana, Elena cambiará el tren. Vuelta a casa.
Día siguiente, se repite la misma coreografía. Aeropuerto, cola, maletas, control de seguridad, bocadillos, paseo por tiendas, zona de embarque, espera. Pasa media hora y nada. Por fin llega pero, vaya, otra vez tenemos retraso, aunque esta vez, mucho menos. Entramos en el avión y ¡anda! ¡Qué dos sorpresas! Una, Silvia de azafata, otra, Manolo Jiménez. Nervioso, tenso, con dos tíos enchaquetados y una rubia de bote al lado. Seguro que se cuece algo. Zarpas, vuelas, duermes, te despiertas, te invita Silvia a unos snacks, a un agua con limón y gas y a que pases a un mejor asiento. Vuelas, vuelas, aterrizas, adiós mua mua "que te lo pases muy bien ya nos contarás". Llegas al metro, preguntas, "máximo una hora y media", vale, Elena, voy a recogerte al albergue así te ayudo con las maletas, total, hay tiempo de sobra, recuerda, "máximo una hora y media" para llegar a destino, y para el tren faltan aún casi 3 horas.
Subes al metro, va lento. Es sádado noche y hay gente. Sales del metro y vas lento, porque las maletas pesan. Te haces un pequeño lío del que sales en seguida, llegas al otro metro. Va lento, esto se está retrasando, menos mal que hay tiempo de sobra. Oyes algo de que hay obras, bueno da igual, hay tiempo. Llegas al último metro y lees "25 minutos" y tú que creías que estabas a punto de llegar. "Bueno, vamos a ver, estamos ya un poco justos pero aún estamos a tiempo. Don't panic at all!". Sigue lento, mucho más de lo que debería. En una parada en vez de los 2 minutos de rigor estás 10. Elena manda un mensaje "¿dónde estás? Se hace tarde". "Me faltan sólo 2 paradas" respondes "deberían ser sólo 5 minutos". "Si salimos", piensas, aunque te lo callas. Llego a destino y busco a Elena. "El taxi no llega" te dice nerviosa "debería haber llegado hace 15 minutos". Miras el reloj, faltan 45 minutos. Menos mal que la estación está cerca.
Llega el taxi y os subís, el chófer es un africano negro. Va muy lento porque hay tráfico "es que es sábado noche". "Ya lo sé" piensas "pero ¿no decían que era muy cerca?". Coches, calles, más coches. Coches y calles y coches, semáforos que pasan al rojo, coches, calles y más coches. Quedan como 15 minutos. "¿Queda mucho?" pregunta Elena "no me pongáis nervioso, estoy haciendo lo que puedo" responde el taxista.
Llegamos a la estación, salimos corriendo. Quedan apenas minutos. "¿Dónde es el andén?" "yo qué sé". Preguntas, nadie lo sabe. "Perdón, ¿el andén para Durham?". "Y yo qué sé" dice la gente. ¿Cómo que nadie lo sabe? "¿Pero dónde nos hemos metido?" Buscáis, corréis, preguntáis. Nada, es imposible. Queda menos de un minuto, rezas para que tenga retraso. Miras en las pantallas y nada, aquí no pone nada de Durham. Buscas, corres preguntas, nada. Ya ha pasado la hora. "¿Dónde está el maldito andén?" Preguntas en información, pero, claro, no saben nada. "¿Me deja ver los billetes?", "claro, aquí los tiene", "pero este tren sale de King Cross", "¿y me dice dónde estamos?", "esto es St Panceas Station", "¿y me dice dónde es King Cross?", "justo en la acera de enfrente". Ea, ya la habéis liado.
Estación de King Cross (esta vez sí). Os cambian los billetes, salís mañana temprano. Vale, qué se hace ahora. Posiblilidades: buscar un albergue barato, buscar un hotel que esté cerca, buscar un hotel más caro... o dormir en la estación. "Buscar un albergue barato".
Llamas, preguntas, nada, todos ocupados. Segunda opción, hotel en la zona. Nada, todos ocupados. Tercera opción, un hotel un poco más caro. Mira, hay uno que no está mal, 116 libras, y está sobre una línea de metro, al lado de Waterloo. "Venga, vamos".
El metro es el mismo, sí, pero hay que cambiar de rama, o sea, cambiar de tren. O sea, entrar en uno, viajar un trozo, salir, caminar un rato, subir escaleras, bajar escaleras, volver a subir y a bajar, seguir caminando, encontrar la vía y esperar. Todo esto con 6 maletas y dos personas cansadas. Por fin llegamos al destino. Llueve como hacía meses que no veías llover. Buscas la calle del hotel, está cerca, sí, pero para bajar a la calle hay unas escaleras como de dos pisos de alto y la lluvia parece infinita. Con 6 maletas. "Mira, hay otro camino sin escaleras, aunque es un poco más largo, venga, vamos, lo cogemos". Venga, tiráis de las 6 maletas, os equivocáis dos veces, por fin llegáis, más escaleras. Entráis en el hotel exhaustos, pero al menos esta noche podéis dormir a cubierto.
Día siguiente, 5 horas de sueño. Esta vez decidís coger un taxi y hacerlo con muuuuucha antelación. Vale, todo perfecto, llegáis a la estación sin problemas. Sí, es King Cross, St Pancras es la de al lado. Buscáis el tren, os sentáis, desayunáis algo. Pero, no, otro problema. "Retraso" dice un cartel "esperen en la cola B". Ea, de pie otro rato. Más personas que en la guerra, todas en la misma cola. Media hora, una hora. La cola por fin se mueve. "Siéntense en donde quieran, el tren no tiene puestos reservados, disculpen las molestias, el tren que tenía que ser ha tenido unos problemas". Venga, por fin sentados, pero qué pasa, ¿no sale? Media hora, otra media. Una hora más esperando. "Discúlpenos las molestas pero hay que cambiar de tren". Os miráis, pero ¿es posible? ¿No era éste el país de la puntualidad, de la perfección, del todo en hora y a punto, en el que nunca hay problemas... Otra vez arrastrar 6 maletas, bajar del tren, andar, subir, ponerlas en un sitio para que no se muevan, sentarte...
Bueno, ésta es la historia. De cómo un supuesto viaje que iba a durar pocas horas se convirtió en una odisea que duró casi 3 días. Al final, sí, llegamos a Durham, cansados, hambrientos, molidos, mojados hasta las trancas y realmente destrozados. Hasta los no quiero decir dónde de Inglaterra, los ingleses y su famosa (in)puntualidad. Hasta el gorro de aviones, trenes, metros, lluvia, hoteles, escaleras... y sobre todo maletas. Pero aquí estamos, sanos, salvos y coleando.
Ea, buenas noches, hasta la próxima. Que será más descansada.
venerdì 27 agosto 2010
La observación
Observar atentamente una cosa, un objeto, un pensamiento, una imagen, un sonido, hace que se detenga el flujo de pensamientos. Cuando observamos completamente y de forma perfectamente consciente, la mente, de pronto, deja de pensar. Esto no es retórica filosófica, esto es un hecho científico, en el sentido que cualquier persona puede comprobarlo consigo mismo en cualquier momento. Para ello basta observar.
Lo que ocurre es que esa pausa mental es solamente momentánea. A veces dura menos de un segundo. Observas un objeto y, antes de darte cuenta, has dejado de observarlo, tu consciencia que estaba en el objeto ha vuelto a perderse en la miríada de pensamientos. La única forma de volver de nuevo a observar aquello que observas es recurrir a la capacidad más dura que tiene la consciencia: la fuerza de voluntad. Sólo la voluntad es capaz de devolver el control de lo que se está observando, sólo la tenacidad consigue que permanezcas concentrado en una cosa más que unos pocos instantes. Y es difícil, por supuesto, pero este par observación atenta y fuerza de voluntad son capaces de transformar lo que piensas. Y con ello transformar tu vida.
martedì 24 agosto 2010
Experiencias con la mente
Pero esto no es real. Creer ser lo que se piensa es sólo una ilusión, es irreal, y ocurre por ignorancia, porque nadie nos ha enseñado que es posible identificarse con algo distinto a en lo que se piensa.
Hay gente que dice que esto es sólo teoría, palabrería, "filosofía" y nada más. Frases que suenan muy bien pero que poco o nada tienen que ver con la realidad experimental y cotidiana. Sin embargo, esta es la ciencia más pura, y se puede demostrar.
Haz un experimento. Siéntate en un sitio tranquilo, cierra los ojos y, simplemente, escucha. Escucha todo lo que suene, en la habitación, o fuera, o dentro, dentro de tu propio cuerpo. Siente el corazón y las manos, siente la nariz respirando, siente los pulmones que se abren y se cierran. Siente los ruidos de la gente, algún pájaro que canta, un coche, las tuberías. Siempre hay sonidos y sensaciones, concéntrate en ellas. Y acuérdate de lo que estás pensando. Pruébalo, a ver qué ocurre.
Y si te apetece, luego lo comentas.
domenica 22 agosto 2010
El velo de maya
Esta historia recoge la esencia más fundamental del budismo, y, en realidad, de todas esas cosas que llaman las filosofías orientales. Porque todas ellas buscan básicamente una misma cosa: quitar el velo que cubre las puertas de la percepción de la realidad.
Imagina que ves una flor. Al principio verás la flor, pero al cabo de algunos segundos tu mente empezará a pensar. Querrás saber qué flor es, qué especie o de qué tipo, querrás saber a qué huele, observarás cómo es por dentro, si tiene algún defecto o algo particularmente bonito. Te vendrán a la mente recuerdos, otras flores que has visto iguales, el lugar donde las viste, las personas con las que estabas, la situación, el momento. Verás cientos de imágenes y pensamientos, todos menos la flor que estás viendo. Y lo más curioso de todo es que ni siquiera te darás cuenta de todo ello.
En oriente lo llaman "el velo de maya", la cortina que nubla la vista y distorsiona la realidad. La realidad, lo que realmente es, no la percibimos nunca. Todo pasa a través del filtro de la mente, y una vez filtradas, las cosas son distintas a como en realidad son.
Esta deformación de lo real provoca la inmensa mayoría de los conflictos personales y entre las personas. La mente está siempre intranquila y en continuo combate. Su naturaleza esencial es la de buscar problemas, porque para eso ha sido creada. Al filtrar las cosas a través de una mente agitada las cosas nos parecen problemáticas. Las palabras que escuchamos nos resultan hirientes porque la mente está herida, los sucesos cotidianos nos irritan porque la mente está irritada. La realidad nunca es buena o mala ni fea ni bonita, es la mente la que juzga y convierte una cosa en positiva o negativa.
Por eso el trabajo crucial de la espiritualidad oriental consiste precisamente en eso, en limpiar la mente de sus propias tensiones. Una vez hecho esto, la vida cambia radicalmente. Absolutamente todas las prácticas y ejercicios de las "filosofías" orientales buscan elevar el nivel de consciencia, ser conscientes de las cosas así como son, o, lo que es lo mismo, bajar el nivel de tensión mental y reducir la dependencia del ser humano respecto de los vaivenes de su propia mente. Que no quiere decir dejar de pensar o poner la mente en blanco, sino percibir la luz que se esconde detrás de los remolinos del caótico y errático pensamiento cotidiano.
martedì 27 luglio 2010
Prohibir los toros
Lo repito para que quede claro: no, no me gustan los toros.
Ahora explico por qué. Me parecen un rollo, me aburren, no veo el arte, reconozco el valor del torero, la pericia de acercarse y salir ileso, el riesgo del banderillero, el colorido, la música, eso que llaman "la fiesta"... pero aun asi no me gustan.
Además son seres vivos. Que lo maten es lo de menos, ¿cuantas vacas nos comemos? ¿Cuantos cerdos, cuantos pollos? ¿Cuántos animales mueren? Lo que me repugna es la forma, eso de quitarles el resuello, sacarles la sangre, dejarlos tontos, meterles una lanza y unos pinchos de sierra, clavarles una espada y observar cómo cae, cómo se inclina, cómo saca la lengua y grita, se estremece, le duele, me paree increíble que una orgía de sangre y muerte pueda ser vista sin que a nadie se le caiga el alma, sin que nadie lo rechace. Y luego van y aplauden.
Bueno. Dicho queda. Ahora bien, me parece una vergüenza, una calumnia, una infamia, una aberración de esa racionalidad, esa sensibilidad o esa humanidad que pretenden enarbolar o esgrimir como justificación los que defienden esa estupidez de prohibir los toros en Cataluña.
Los que lo pretenden por ser una fiesta española se definen ellos solos: son la culminación del odio, del racismo, del pueblerismo esquizofrénico. Cataluña será o no España según a quién se lo pregunte, pero criticar una cosa por ser de aquí o de allí es de lo peor que se puede hacer. Seguro que no dejan de comer chorizo extremeño, jamón de Huelva o marisco de Galicia, seguro que a más de uno le gusta la rumba -que no es catalana, ni andaluza, ni española ni cubana sino de todos esos sitios y encima nació en África- y les apasiona el Madrid-Barça.
Y si el argumento que esgrimen es el de la defensa de los animales, me parece casi peor. Porque los toros se ven, pero la auténtica tragedia, el holocausto animal no es el que sucede en las plazas, ni en las peleas de perros, ni en las de gallos. La barbaridad más obscena sucede detrás de nuestras casas, a escondidas, en miles y miles de granjas. En ellas malviven gallinas enjauladas en un espacio que apenas les da para respirar. Les cortan las patas y picos para que no se hagan daño, les ponen más horas de luz para que se estresen y den más huevos, les prohíben todo movimiento y la más mínima libertad y felicidad y les dan de comer lo peor que se pueda pensar. Los huevos que comiste ayer en esa tortilla, en ese revuelto o en esa ensalada, en esa mayonesa tan rica que hiciste con vinagre y perejil son una semilla viviente de sufrimiento.
La carne que comemos está alimentada a base de piensos sintéticos, asquerosos, residuos de podedumbre de aquello que no nos comemos, restos de animales muertos que devoran a sus congéneres y de la porquería más grande que se pueda encontrar. Para que engorden más se usan todo tipo de substancias, hormonas aberrantes de ingeniería animal, se les cambian los ciclos vitales y se les estresan. Famosos son los patos a los que introduce un tubo hasta el estómago por el que le introducen vete a saber qué cosas para que les engorde el hígado y así producir más paté. Pero hay mucho más que no se ve y que seguro que no conocemos. Muchas de las prácticas y de los productos son perfectamente legales, claro, como legal es el tabaco, los humos de las fábricas y los estados de sitio: que sea legal no quiere decir que sea sano. Ni desde el punto de vista nutricional, ni moral, ni mental ni espiritual. Así que antes de prohibir los toros se deberían prohibir muchas cosas, porque, al menos, el toro es el bicho más feliz (mientras le dura), que vive en campo abierto y pasta con sus congéneres.
Y que no me vengan con que los toros serán sólo el principio, y que luego vendrán más pasos en la lucha por los derechos de los animales. Los toros se van a prohibir por el ruido que hacen, porque se ven, porque salen en las noticias. Lo mismo me dijeron cuando la guerra de Irak "ya verás cómo esto es sólo el primer paso, luego protestaremos por todas las demás guerras". Y un cuerno. La gente sólo protesta por lo que se ve. Las miserias escondidas, ésas no les importa a nadie.
lunedì 14 giugno 2010
Terzani y el burka
Terzani es un personaje que nunca me gustó. Me parecía un egocéntrico, un megalómano enamorado de sí mismo y de su figura pública de viajero incansable y de gran periodista internacional. Nunca me gustó hasta que leí su penúltimo libro.
En su penúltimo libro ("Un altro giro di giostra", en español temo tremendamente que aún no haya sido traducido) cuenta la histora de su penúltimo viaje, no por Asia, ni por el mundo: sino el viaje hacia el interior del silencio de sí mismo.
Silencio de sí mismo que explora (sin darse cuenta) mientras se encamina en la busca de un remedio para un cáncer, el que se lo comía por dentro, por el que sufría, por el que terminó muriendo.
Una muerte que "no fue en vano", que fue el comienzo, el principio del final del megalómano, del gran periodista, del personaje, un viraje hacia sí mismo.
Viraje que le hizo terminar en una casa en un valle a los pies de las montañas más altas de la India, donde encontró la paz y la liberación de su ego y donde "traspasó", como dicen algunos, este mundo.
En ese libro, que ojalá tengáis la oportunidad de leer un día, dice algo que me sorprende. Dice que en Asia muchas niñas juegan a ser mayores vistiéndose como sus madres. Muchos diréis, "¿qué hay de nuevo?". "¿Eso es sorprendente?". "Pues anda que no hay niñas que se visten como sus...".
Lo sorprendente, al menos para nosotros, es que se visten de burka.
Dice Terzani en una entrevista: "La cuestión es preguntarse: ¿debemos ayudar a otros pueblos, que creemos oprimidos, a querer lo que nosotros queremos? Habría primero que darse cuenta que en el mundo hay hoy millones y millones de personas que no quieren ser como nosotros". Más adelante, continúa: "Acerca del burka es lo mismo. Estoy de acuerdo que es la expresión de un aspecto machista del Islam, pero es también una tradición de cientos de años. Existen grupos de mujeres afganas que resolverán el problema. Pero me pregunto nuevamente: ¿debemos ayudarlas a querer lo que queremos nosotros?".
No me gusta ver el burka, al menos en las ciudades que habito. Me parece raro, me choca, y creo que lo rechazo más por pudor inconsciente que por convencimiento intelectual. Creo -y de verdad que no estoy seguro de en lo que creo- que no está mal que se prohíba en las ciudades en que se ha prohibido. Pero me doy cuenta, y considero, que no soy o somos nadie para juzgar lo que deben hacer en otros sitios. He visto velos en Turquía (donde por cierto están prohibidos en los edificios públicos) que apenas dejaban ver los ojos, y me ha chocado. ¿Pero quién soy yo, o nosotros, para decir si eso está bien o está mal? ¿Habrán mujeres que lo considerarán la expresión máxima de la feminidad?
martedì 11 maggio 2010
La verja que divide el mundo es pequeña y oxidada. Está pintada de negro pero el óxido se ve y se escucha. Se ve en las zonas de óxido y se oye cuando chirrían las bisagras.
La verja que divide el mundo lo divide en dos partes. A mi espalda está el mundo, y justo delante está el ashram. Sé que la división no existe, que verja y ashram están en el mundo, que no es más que una entelequia, pero para mí cruzar la verja y caminar por el ashram es como dejar la India y aparecer en otro mundo.
Llegué hasta allí luego de despertarme temprano, tan temprano era que apenas me acuerdo. Entre nubes recuerdo que estaba cansado, el despertador me suena y me siento en la cama y me cuesta decidir si venir o quedarme dormido.
Decidí venir, eso está claro. Me levanté, me duché en el enorme baño de mármol blanco, desayuné agua fresca y me monté en la moto. Las primeras calles, más bien callejuelas, fueron complicadas, no por el tráfico o los peligros sino por el empedrado, que en otra vida fue asfalto, todo saltado con piedras y arena y baches y resaltes. No es peligroso, mamá, no se pasa de veinte, además con los perros que duermen pegados al asfalto hay que tener cuidado que no quiero hacerles daño. Luego vienen avenidas, en Bhubaneswar hay como diez o doce, carreteras con cuatro o seis carriles con mediana en medio sobre la que hoy, mira qué chulo, duermen las vacas. Las nubes como cada mañana ya han cubierto la ciudad y no descargarán lluvia.
Mi avenida favorita se llama Sachivalaya Marg. No tiene nada especial, es como las demás, pero me gusta a esta hora, con la ciudad durmiendo, calles vacías, sólo algún coche, una o dos personas que caminan o hacen footing, un par de bicicletas, un de rebaño de perros, una vaca ya despierta, casas bajas, vegetación fresca. El aire me pega en la cara a esta velocidad -como cuarenta por hora-, consigue que me despierte, la mente se aclara, los sentidos se desperezan.
Llego a la verja y la abro y el tacto del hierro es frío. Son casi las 5:30, la madrugada quiere dormir y empieza a despertar el día. El patio de entrada es tranquilo, antiguo y austero, en eso se parece al resto de India, pero a diferencia de la mayoría de las casas y los edificios que hay en el resto de la ciudad, este lugar tiene apariencia limpia, cuidada y ordenada. No se puede decir que sea bonito, pero tampoco lo llamaría feo: a la izquierda un templo detrás de unas rejas, allí los swamis realizan sus pujas, a la derecha algunas plantas, justo enfrente dos escalones, un par de puertas abiertas, un “hall” de entrada y una figura menuda, vestida de naranja, con una túnica vieja enrollada al cuerpo, cabeza rapada, ojos estrábicos, aspecto anciano. Me quito las sandalias y las dejo en el suelo al pie de los escalones, al lado de muchas otras sandalias. Entro en la puerta y me saluda el swami inclinando la cabeza de forma nerviosa. Es un tipo simpático, humilde y gracioso, aunque no me habla mucho. Creo que se cree que no sabe inglés pero las pocas veces que se atreve lo entiendo mejor que a los otros. Es como el segundo de a bordo, no parece muy listo, le falta ese grandioso gesto, ese apariencia seria, la gravedad solemne, esa sensación de respeto que imprime el primero, el otro monje, el que parece importante. De hecho al principio me parecía un poco tonto pero con el tiempo su sencillez me ha calado.
Le digo si puedo y antes de terminar la frase me indica que entre. El “hall”, como todo, es viejo y austero, un semicírculo de paredes grises que antes eran blancas con puertas de madera en los laterales, y unas mosquiteras altas, dos mayas de hierro trenzado que se abren como dos puertas y que dividen el “hall” y la gran sala.
La sala es de verdad muy grande, no sabría decir cuánto pero tendrá al menos quince pasos por otros diez de ancho. Unos ventanales enormes se ven en los laterales, y por alguna magia que no entiendo la luz que dejan pasar es tenue, tanto que aunque ya haya claridad en el exterior la sala permanece en penumbra. De unos armarios en la pared cojo una manta y la pongo en el suelo. Me siento sobre ella y observo el silencio, la serenidad, la concentración que se respira. Seremos como unas veinte personas, probablemente más, todos sentados sobre sendas mantas, las espaldas rectas, las piernas dobladas, las manos sobre las rodillas, las cabezas ligeramente inclinadas hacia adelante. Me sorprende observar, aún después de una semana, que los indios hacen yoga con sus trajes normales, las mujeres con sari, los hombres con pantalón y camisa, alguno con camiseta. Al fondo un maestro vestido de chándal europeo dice unas frases que apenas entiendo, el inglés de la India, el eco del micrófono y de la habitación, mi posición, que estoy último, y probablemente el atolondramiento de ser tan temprano. Casi no se escucha nada, apenas un murmullo formado por la respiración de las ventipico personas y los susurros en inglés del maestro, que está en un estrado, como medio metro en alto sobre nosotros. Justo detrás casi no se distingue una figura humanoide, una especie de marciano blanco pegado al muro, una estatua que representa a un hombre sentado en el loto con los siete chakras señalados, una escultura muy simple pero llena de armonía, y justo en el pecho, o quizá en la barriga, la única luz encendida de todo el ashram, una vela.
Aparece el gran swami y la sala se estremece un poco. Los que piensen que el yoga es de los delgados, de las figuras esbeltas, de renunciantes menudos que comen poco y no engordan deberían ver al jefe del ashram, un tío enorme, de altura y de anchura, con brazos como troncos y piernas como columnas, a la vez musculoso y fofo. Completamente calvo, con una expresión seria, con su atuendo naranja (símbolo de la renuncia, del fuego que quema las cosas), parece una versión inmensa y de talante serio del pequeño monje que me saludó a la entrada, un alter ego al contrario que impresiona con su presencia, con su parsimonia, con su caminada lenta, segura, imponente, que parece detener el tiempo. Se sube al estrado y el maestro parece un ratoncito al lado de un elefante, aún más cuando se arrodilla para tocarle los pies y el monje le toca la cabeza con las manos en un símbolo de respeto que en occidente podría causar risa o alarma pero al que aquí no se le da mucha importancia.
La llegada del swami no perturba nada, todo sigue como antes, hacemos los ejercicios, de pie, sentados, tumbados, y en las explicaciones y pausas observo que el gran personaje mueve los brazos en círculo, estira los pies y rodillas, mueve los hombros y el cuello. Movimientos sencillos de fácil factura que cualquiera puede hacer pero que hechos por él se convierten en lecciones de un yoga profundo que se pierde en el tiempo: un swami no enseña con la palabra ni con el ejemplo sino con la sola presencia, y os aseguro que he aprendido más observando al swami que preguntando o leyendo. El monje no parece hacer nada pero cuando me fijo el maestro le pregunta al swami. Le habla naturalmente, sin distancias, no es un superior prepotente, es simplemente un amigo, un amigo potente al que guardar un respeto.
La clase dura una hora aunque el tiempo no pasa. Cuando termina devuelvo la manta a donde estaba y salgo por donde he venido. El monje pequeño y estrábico apenas se despide, no os creáis que por timidez o por mala educación, es así en la India. Abro la verja y de nuevo el mundo. La India ya ha despertado y el sol está en lo alto. El concierto de cláxones y coches y motos y motores, vacas y bicicletas, perros y seres humanos ha comenzado y eso hora de volver a casa. Cojo la moto y me pierdo en el tráfico.