lunedì 3 maggio 2010

Abrí los ojos. Abrí los ojos y me encontré una pantalla. En la pantalla se veía un avión, pequeño y blanco, como un juguete, y el avión estaba encima de Francia. Su destino: London Heathrow.


Habíamos salido de Delhi. El avión de juguete sobrevoló Pakistan, luego Afganistan, los Emiratos Árabes y el desierto de Arabia antes de subir a Rusia. Por ese momento me debí quedar dormido y cuando abrí los ojos ya estaba en algún punto entre San Petesburgo y la frontera polaca. Llegué hasta Copenaghe y luego me volví a dormir. No recuerdo haber sobrevolado Europa occidental, hasta este momento en que estábamos llegando a Inglaterra. Después de 8 horas de vuelo el capitán nos avisaba que nos faltaban 20 minutos para aterrizar.


La primera sensación fue de shock. Tuve un shock cuando llegué a la India que estaba dentro de lo esperable, lo que no podía imaginar era que el impacto de la vuelta podía ser aún más fuerte. Es increíble cómo en tan sólo 15 días me había acostumbrado a todo, al descuido, a la vejez, a los edificios antiguos y -occidentalmente- sucios, a los desconchones, la pintura caída, las paredes roídas por la humedad, los restos de verdura en la calle y que se comen las vacas. Tan acostumbrado estaba que cuando salí del avión y me adentré en el edificio de metal y vidrio me pareció otro mundo. Lo primero que me sorprendió fue la tranquilidad, el silencio, los ruidos apagados del pasillo gris que nos llevaba fuera del avión, mitad porque la gente aquí habla en susurros y mitad porque las paredes y el techo absorben las palabras. Miré por la ventana y se veía el aeropuerto, y me volví a sorprender de no ver nada más que máquinas y hormigón, asfalto de un color negro homogéneo, algún carricoche moderno cargado de maletas y césped verde marcialmente cortado. 8 horas antes el aeropuerto era un hervidero de gente que se arremolinaban y hablaban en voz alta tanto dentro como fuera, cerca de los aviones, formando pequeños grupos despreocupados mientras se resguardaban del calor buscando cualquier pedazo de sombra o dormitaban tumbados en cualquier rincón al caer la tarde.


El segundo impacto fue olfativo. Aquello ya no olía a nada, bueno, claro que sí que olía, pero olía a algo distinto, a plástico y a moqueta, a limpiador industrial, a edificio moderno, a esos coches recién comprados que huelen a material sintético y spray sintético. En India los edificios olían a gente, que no quiere decir que apesten -o quizá sí, según quien huela- sino que huelen a una mezcla entre sudor y tierra, fruta fresca y podrida, a aire de la calle con todo lo que conlleva, humo y gasolina incluidos, a moho encastrado y antiguo y al rancio de los bloques de pisos viejos y descuidados.


Y el último impacto fue el orden, la rectitud, lo pulcro del aeropuerto. Las filas de espera ordenadas y perfectas, la eficiencia británica, el sistema perfecto de informadores en uniforme, perfectamente planchados, peinados y sonrientes, sin esas camisas enormes que usan los indios, desabrochadas y descuidadas y por fuera de los pantalones y que a veces están manchadas y les da igual que así sea. El orden que nos divide en dos zonas, una para los europeos con pasaporte UE y otra para los demás, y que te hace pensar qué grandes somos aquí, que qué fortuna la nuestra que en sólo unos minutos y sin apenas prestarte atencío te dejan cruzar la frontera mientras que en el otro lado los miran de arriba a abajo y les comprueban los datos y los escriben en ordenadores y les sellan los visados y les controlan para que no sean terroristas o ilegales o quieran colarse sin tener permiso.


Después de recoger las maletas el aire de Londres, fresco y húmedo y limpísimo me golpea en la cara y por primera vez en 24 horas me siento respirar de verdad. Observo lo que me rodea y me vuelvo a sorprender ante una arquitectura cuadrada, rectangular y precisa, ante los ángulos rectos de los edificios modernos, realizados para la comodidad y eficiencia y para sorprender a la gente, para añadir grandeza y superioridad al imperio, cualquiera que queramos considerar como imperio, para sorprender y dar prestigio y para pasar a la historia de la modernidad. Preguntamos a un taxi y nos quiere cobrar 90 libras, que son como 4500 rupias, lo que nos ha costado la casa, casi un mes de alquiler, una casa grande con frigorífico y cuarto de baño y ventilador y aire acondicionado, casa para occidentales que no se permiten los indios, pues eso es lo que cuesta la media hora de taxi enorme y negro y brillantísimo que me hace pensar en los viejos autorishaw, triciclos con corazón de vespa que con 50 rupias -precio para occidentales- nos llevaban de una punta a la otra de la ciudad y que 24 horas antes saltaba sobre el asfalto cargado de nuestras maletas con dirección al aeropuerto de Bhubaneswar.


Decidimos coger el autobús y mientras lo esperamos compramos algo de comida: un par de bocadillos de verdura y queso, un cubilete de fruta cortada y un yogur para beber sabores fresa y vainilla. Me pongo a leer y me doy cuenta de que el yogur es ecológico y que el plástico del bocadillo es reciclado. Le doy un bocado y me sabe a lo que parece, a una mezcla entre industrial y prefabricado, a pan precongelado recién horneado y a verduras frescas traídas de algún sitio que está muy lejos. Busco una papelera para tirar los envases y me doy cuenta que hace dos semanas que no lo hago, y aquí además tengo la suerte de tener que separar la basura. Me sorprendo ante la ausencia de perros que me pidan comida y de vacas que rebusquen en los contenedores de fruta, y me impacto pensando que allí a 7000 km nadie busca una papelera y mucho menos separar basura, nadie piensa en el origen de la comida, en si será natural o si será industrial, en si habrán usado pesticidas o si tendrán hormonas, allí se come lo que hay, cocos, mangos, caña de azúcar, arroz y dal y verduras y pollo, y todo sabe a lo que es, a lo que parece, que no quiere decir que sea todo ecológico ni que esté bueno pero sí que es natural aunque esto signifique sólo que es natural porque es lo que hay. Observo las franquicias elegantes y sofisticadas y los cafés de medio litro en vasos de papel y plástico y recuerdo con cierta nostalgia los vendedores de té, que te lo hierven en cacharros viejos y abollados con leche y agua y jengibre machacado y te lo sirven en viejísimos vasos de cristal arañados por el uso, y que te ofrecen bizcochos y galletas guardados en tarros de vidrio, recuerdo los puestos de lassi -yogur batido- que mezclan fruta con con las manos y cuyo suelo esponjoso huele a tierra y a leche fermentada. Me vienen a la memoria imágenes de tenderetes de fruta, de puestos de sandías, de mangos, uvas y papayas, de plátanos pequeñitos, de sacos de arroz y lentejas, de soja verde y amarilla, de balanzas de mano de las que usábamos hace 10 lustros y que miden la masa con pesos de hierro de precisión dudosa, de esas bicis y motos cargados de caña de azúcar que luego meten en ruedas de manivela con que se extrae un zumo grisáceo y espumoso, de esas avenidas atestadas de personas que cuando cae la noche se convierten en un infierno incomprensible de motos, coches y seres humanos, de camiones con luces de colores y de bicicletas silenciosas, de cláxones y motores, de ruido infernal que al final ni echas cuenta, de perros adormilados que se juegan la vida cruzando la calle, de mujeres en sari y de niños rapados, de personas serias y ceños fruncidos que hacen gestos exóticos con sus cabezas que no entiendes si quieren decir sí o no o no sé y que no es que estén enfadados o les pase algo sino que son las formas de una cultura distinta, de los monos alegres que se saltan entre los árboles y buscan compañía entre tus pies, del calor brutal y húmedo, del sabor del pollo y de los huevos de campo, del olor a tierra, de la tierra que se pega al cuerpo, de la tierra que lo cubre todo, de la tierra en polvo que se levanta cada vez que algún vehículo intenta aparcar. Y de lo que más me acuerdo es de las vacas, pausadas, sencillas, enormes, que reciclan los restos de frutas, que se sientan a rumiar, que caminan pesadamente o que se quedan paradas en medio del tráfico si hacer nada, sin hacer nada, sin hacer absolutamente nada, como diciendo aquí estoy y a ver quién es el guapo que me aparta, con sus cuernos, sus jorobas, sus cuerpos grandes y su sencilla existencia. Las vacas son casi un símbolo en la India, símbolo de una existencia tan tanural que sorprende, san sencilla como compleja, tan distinta y tan extraña y tan compleja que luego de apenas 15 días se te pega al cuerpo y parece que lleves allí toda una vida.

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