La verja que divide el mundo es pequeña y oxidada. Está pintada de negro pero el óxido se ve y se escucha. Se ve en las zonas de óxido y se oye cuando chirrían las bisagras.
La verja que divide el mundo lo divide en dos partes. A mi espalda está el mundo, y justo delante está el ashram. Sé que la división no existe, que verja y ashram están en el mundo, que no es más que una entelequia, pero para mí cruzar la verja y caminar por el ashram es como dejar la India y aparecer en otro mundo.
Llegué hasta allí luego de despertarme temprano, tan temprano era que apenas me acuerdo. Entre nubes recuerdo que estaba cansado, el despertador me suena y me siento en la cama y me cuesta decidir si venir o quedarme dormido.
Decidí venir, eso está claro. Me levanté, me duché en el enorme baño de mármol blanco, desayuné agua fresca y me monté en la moto. Las primeras calles, más bien callejuelas, fueron complicadas, no por el tráfico o los peligros sino por el empedrado, que en otra vida fue asfalto, todo saltado con piedras y arena y baches y resaltes. No es peligroso, mamá, no se pasa de veinte, además con los perros que duermen pegados al asfalto hay que tener cuidado que no quiero hacerles daño. Luego vienen avenidas, en Bhubaneswar hay como diez o doce, carreteras con cuatro o seis carriles con mediana en medio sobre la que hoy, mira qué chulo, duermen las vacas. Las nubes como cada mañana ya han cubierto la ciudad y no descargarán lluvia.
Mi avenida favorita se llama Sachivalaya Marg. No tiene nada especial, es como las demás, pero me gusta a esta hora, con la ciudad durmiendo, calles vacías, sólo algún coche, una o dos personas que caminan o hacen footing, un par de bicicletas, un de rebaño de perros, una vaca ya despierta, casas bajas, vegetación fresca. El aire me pega en la cara a esta velocidad -como cuarenta por hora-, consigue que me despierte, la mente se aclara, los sentidos se desperezan.
Llego a la verja y la abro y el tacto del hierro es frío. Son casi las 5:30, la madrugada quiere dormir y empieza a despertar el día. El patio de entrada es tranquilo, antiguo y austero, en eso se parece al resto de India, pero a diferencia de la mayoría de las casas y los edificios que hay en el resto de la ciudad, este lugar tiene apariencia limpia, cuidada y ordenada. No se puede decir que sea bonito, pero tampoco lo llamaría feo: a la izquierda un templo detrás de unas rejas, allí los swamis realizan sus pujas, a la derecha algunas plantas, justo enfrente dos escalones, un par de puertas abiertas, un “hall” de entrada y una figura menuda, vestida de naranja, con una túnica vieja enrollada al cuerpo, cabeza rapada, ojos estrábicos, aspecto anciano. Me quito las sandalias y las dejo en el suelo al pie de los escalones, al lado de muchas otras sandalias. Entro en la puerta y me saluda el swami inclinando la cabeza de forma nerviosa. Es un tipo simpático, humilde y gracioso, aunque no me habla mucho. Creo que se cree que no sabe inglés pero las pocas veces que se atreve lo entiendo mejor que a los otros. Es como el segundo de a bordo, no parece muy listo, le falta ese grandioso gesto, ese apariencia seria, la gravedad solemne, esa sensación de respeto que imprime el primero, el otro monje, el que parece importante. De hecho al principio me parecía un poco tonto pero con el tiempo su sencillez me ha calado.
Le digo si puedo y antes de terminar la frase me indica que entre. El “hall”, como todo, es viejo y austero, un semicírculo de paredes grises que antes eran blancas con puertas de madera en los laterales, y unas mosquiteras altas, dos mayas de hierro trenzado que se abren como dos puertas y que dividen el “hall” y la gran sala.
La sala es de verdad muy grande, no sabría decir cuánto pero tendrá al menos quince pasos por otros diez de ancho. Unos ventanales enormes se ven en los laterales, y por alguna magia que no entiendo la luz que dejan pasar es tenue, tanto que aunque ya haya claridad en el exterior la sala permanece en penumbra. De unos armarios en la pared cojo una manta y la pongo en el suelo. Me siento sobre ella y observo el silencio, la serenidad, la concentración que se respira. Seremos como unas veinte personas, probablemente más, todos sentados sobre sendas mantas, las espaldas rectas, las piernas dobladas, las manos sobre las rodillas, las cabezas ligeramente inclinadas hacia adelante. Me sorprende observar, aún después de una semana, que los indios hacen yoga con sus trajes normales, las mujeres con sari, los hombres con pantalón y camisa, alguno con camiseta. Al fondo un maestro vestido de chándal europeo dice unas frases que apenas entiendo, el inglés de la India, el eco del micrófono y de la habitación, mi posición, que estoy último, y probablemente el atolondramiento de ser tan temprano. Casi no se escucha nada, apenas un murmullo formado por la respiración de las ventipico personas y los susurros en inglés del maestro, que está en un estrado, como medio metro en alto sobre nosotros. Justo detrás casi no se distingue una figura humanoide, una especie de marciano blanco pegado al muro, una estatua que representa a un hombre sentado en el loto con los siete chakras señalados, una escultura muy simple pero llena de armonía, y justo en el pecho, o quizá en la barriga, la única luz encendida de todo el ashram, una vela.
Aparece el gran swami y la sala se estremece un poco. Los que piensen que el yoga es de los delgados, de las figuras esbeltas, de renunciantes menudos que comen poco y no engordan deberían ver al jefe del ashram, un tío enorme, de altura y de anchura, con brazos como troncos y piernas como columnas, a la vez musculoso y fofo. Completamente calvo, con una expresión seria, con su atuendo naranja (símbolo de la renuncia, del fuego que quema las cosas), parece una versión inmensa y de talante serio del pequeño monje que me saludó a la entrada, un alter ego al contrario que impresiona con su presencia, con su parsimonia, con su caminada lenta, segura, imponente, que parece detener el tiempo. Se sube al estrado y el maestro parece un ratoncito al lado de un elefante, aún más cuando se arrodilla para tocarle los pies y el monje le toca la cabeza con las manos en un símbolo de respeto que en occidente podría causar risa o alarma pero al que aquí no se le da mucha importancia.
La llegada del swami no perturba nada, todo sigue como antes, hacemos los ejercicios, de pie, sentados, tumbados, y en las explicaciones y pausas observo que el gran personaje mueve los brazos en círculo, estira los pies y rodillas, mueve los hombros y el cuello. Movimientos sencillos de fácil factura que cualquiera puede hacer pero que hechos por él se convierten en lecciones de un yoga profundo que se pierde en el tiempo: un swami no enseña con la palabra ni con el ejemplo sino con la sola presencia, y os aseguro que he aprendido más observando al swami que preguntando o leyendo. El monje no parece hacer nada pero cuando me fijo el maestro le pregunta al swami. Le habla naturalmente, sin distancias, no es un superior prepotente, es simplemente un amigo, un amigo potente al que guardar un respeto.
La clase dura una hora aunque el tiempo no pasa. Cuando termina devuelvo la manta a donde estaba y salgo por donde he venido. El monje pequeño y estrábico apenas se despide, no os creáis que por timidez o por mala educación, es así en la India. Abro la verja y de nuevo el mundo. La India ya ha despertado y el sol está en lo alto. El concierto de cláxones y coches y motos y motores, vacas y bicicletas, perros y seres humanos ha comenzado y eso hora de volver a casa. Cojo la moto y me pierdo en el tráfico.