martedì 11 maggio 2010

La verja que divide el mundo es pequeña y oxidada. Está pintada de negro pero el óxido se ve y se escucha. Se ve en las zonas de óxido y se oye cuando chirrían las bisagras.

La verja que divide el mundo lo divide en dos partes. A mi espalda está el mundo, y justo delante está el ashram. Sé que la división no existe, que verja y ashram están en el mundo, que no es más que una entelequia, pero para mí cruzar la verja y caminar por el ashram es como dejar la India y aparecer en otro mundo.

Llegué hasta allí luego de despertarme temprano, tan temprano era que apenas me acuerdo. Entre nubes recuerdo que estaba cansado, el despertador me suena y me siento en la cama y me cuesta decidir si venir o quedarme dormido.

Decidí venir, eso está claro. Me levanté, me duché en el enorme baño de mármol blanco, desayuné agua fresca y me monté en la moto. Las primeras calles, más bien callejuelas, fueron complicadas, no por el tráfico o los peligros sino por el empedrado, que en otra vida fue asfalto, todo saltado con piedras y arena y baches y resaltes. No es peligroso, mamá, no se pasa de veinte, además con los perros que duermen pegados al asfalto hay que tener cuidado que no quiero hacerles daño. Luego vienen avenidas, en Bhubaneswar hay como diez o doce, carreteras con cuatro o seis carriles con mediana en medio sobre la que hoy, mira qué chulo, duermen las vacas. Las nubes como cada mañana ya han cubierto la ciudad y no descargarán lluvia.

Mi avenida favorita se llama Sachivalaya Marg. No tiene nada especial, es como las demás, pero me gusta a esta hora, con la ciudad durmiendo, calles vacías, sólo algún coche, una o dos personas que caminan o hacen footing, un par de bicicletas, un de rebaño de perros, una vaca ya despierta, casas bajas, vegetación fresca. El aire me pega en la cara a esta velocidad -como cuarenta por hora-, consigue que me despierte, la mente se aclara, los sentidos se desperezan.

Llego a la verja y la abro y el tacto del hierro es frío. Son casi las 5:30, la madrugada quiere dormir y empieza a despertar el día. El patio de entrada es tranquilo, antiguo y austero, en eso se parece al resto de India, pero a diferencia de la mayoría de las casas y los edificios que hay en el resto de la ciudad, este lugar tiene apariencia limpia, cuidada y ordenada. No se puede decir que sea bonito, pero tampoco lo llamaría feo: a la izquierda un templo detrás de unas rejas, allí los swamis realizan sus pujas, a la derecha algunas plantas, justo enfrente dos escalones, un par de puertas abiertas, un “hall” de entrada y una figura menuda, vestida de naranja, con una túnica vieja enrollada al cuerpo, cabeza rapada, ojos estrábicos, aspecto anciano. Me quito las sandalias y las dejo en el suelo al pie de los escalones, al lado de muchas otras sandalias. Entro en la puerta y me saluda el swami inclinando la cabeza de forma nerviosa. Es un tipo simpático, humilde y gracioso, aunque no me habla mucho. Creo que se cree que no sabe inglés pero las pocas veces que se atreve lo entiendo mejor que a los otros. Es como el segundo de a bordo, no parece muy listo, le falta ese grandioso gesto, ese apariencia seria, la gravedad solemne, esa sensación de respeto que imprime el primero, el otro monje, el que parece importante. De hecho al principio me parecía un poco tonto pero con el tiempo su sencillez me ha calado.

Le digo si puedo y antes de terminar la frase me indica que entre. El “hall”, como todo, es viejo y austero, un semicírculo de paredes grises que antes eran blancas con puertas de madera en los laterales, y unas mosquiteras altas, dos mayas de hierro trenzado que se abren como dos puertas y que dividen el “hall” y la gran sala.

La sala es de verdad muy grande, no sabría decir cuánto pero tendrá al menos quince pasos por otros diez de ancho. Unos ventanales enormes se ven en los laterales, y por alguna magia que no entiendo la luz que dejan pasar es tenue, tanto que aunque ya haya claridad en el exterior la sala permanece en penumbra. De unos armarios en la pared cojo una manta y la pongo en el suelo. Me siento sobre ella y observo el silencio, la serenidad, la concentración que se respira. Seremos como unas veinte personas, probablemente más, todos sentados sobre sendas mantas, las espaldas rectas, las piernas dobladas, las manos sobre las rodillas, las cabezas ligeramente inclinadas hacia adelante. Me sorprende observar, aún después de una semana, que los indios hacen yoga con sus trajes normales, las mujeres con sari, los hombres con pantalón y camisa, alguno con camiseta. Al fondo un maestro vestido de chándal europeo dice unas frases que apenas entiendo, el inglés de la India, el eco del micrófono y de la habitación, mi posición, que estoy último, y probablemente el atolondramiento de ser tan temprano. Casi no se escucha nada, apenas un murmullo formado por la respiración de las ventipico personas y los susurros en inglés del maestro, que está en un estrado, como medio metro en alto sobre nosotros. Justo detrás casi no se distingue una figura humanoide, una especie de marciano blanco pegado al muro, una estatua que representa a un hombre sentado en el loto con los siete chakras señalados, una escultura muy simple pero llena de armonía, y justo en el pecho, o quizá en la barriga, la única luz encendida de todo el ashram, una vela.

Aparece el gran swami y la sala se estremece un poco. Los que piensen que el yoga es de los delgados, de las figuras esbeltas, de renunciantes menudos que comen poco y no engordan deberían ver al jefe del ashram, un tío enorme, de altura y de anchura, con brazos como troncos y piernas como columnas, a la vez musculoso y fofo. Completamente calvo, con una expresión seria, con su atuendo naranja (símbolo de la renuncia, del fuego que quema las cosas), parece una versión inmensa y de talante serio del pequeño monje que me saludó a la entrada, un alter ego al contrario que impresiona con su presencia, con su parsimonia, con su caminada lenta, segura, imponente, que parece detener el tiempo. Se sube al estrado y el maestro parece un ratoncito al lado de un elefante, aún más cuando se arrodilla para tocarle los pies y el monje le toca la cabeza con las manos en un símbolo de respeto que en occidente podría causar risa o alarma pero al que aquí no se le da mucha importancia.

La llegada del swami no perturba nada, todo sigue como antes, hacemos los ejercicios, de pie, sentados, tumbados, y en las explicaciones y pausas observo que el gran personaje mueve los brazos en círculo, estira los pies y rodillas, mueve los hombros y el cuello. Movimientos sencillos de fácil factura que cualquiera puede hacer pero que hechos por él se convierten en lecciones de un yoga profundo que se pierde en el tiempo: un swami no enseña con la palabra ni con el ejemplo sino con la sola presencia, y os aseguro que he aprendido más observando al swami que preguntando o leyendo. El monje no parece hacer nada pero cuando me fijo el maestro le pregunta al swami. Le habla naturalmente, sin distancias, no es un superior prepotente, es simplemente un amigo, un amigo potente al que guardar un respeto.

La clase dura una hora aunque el tiempo no pasa. Cuando termina devuelvo la manta a donde estaba y salgo por donde he venido. El monje pequeño y estrábico apenas se despide, no os creáis que por timidez o por mala educación, es así en la India. Abro la verja y de nuevo el mundo. La India ya ha despertado y el sol está en lo alto. El concierto de cláxones y coches y motos y motores, vacas y bicicletas, perros y seres humanos ha comenzado y eso hora de volver a casa. Cojo la moto y me pierdo en el tráfico.

lunedì 3 maggio 2010

Abrí los ojos. Abrí los ojos y me encontré una pantalla. En la pantalla se veía un avión, pequeño y blanco, como un juguete, y el avión estaba encima de Francia. Su destino: London Heathrow.


Habíamos salido de Delhi. El avión de juguete sobrevoló Pakistan, luego Afganistan, los Emiratos Árabes y el desierto de Arabia antes de subir a Rusia. Por ese momento me debí quedar dormido y cuando abrí los ojos ya estaba en algún punto entre San Petesburgo y la frontera polaca. Llegué hasta Copenaghe y luego me volví a dormir. No recuerdo haber sobrevolado Europa occidental, hasta este momento en que estábamos llegando a Inglaterra. Después de 8 horas de vuelo el capitán nos avisaba que nos faltaban 20 minutos para aterrizar.


La primera sensación fue de shock. Tuve un shock cuando llegué a la India que estaba dentro de lo esperable, lo que no podía imaginar era que el impacto de la vuelta podía ser aún más fuerte. Es increíble cómo en tan sólo 15 días me había acostumbrado a todo, al descuido, a la vejez, a los edificios antiguos y -occidentalmente- sucios, a los desconchones, la pintura caída, las paredes roídas por la humedad, los restos de verdura en la calle y que se comen las vacas. Tan acostumbrado estaba que cuando salí del avión y me adentré en el edificio de metal y vidrio me pareció otro mundo. Lo primero que me sorprendió fue la tranquilidad, el silencio, los ruidos apagados del pasillo gris que nos llevaba fuera del avión, mitad porque la gente aquí habla en susurros y mitad porque las paredes y el techo absorben las palabras. Miré por la ventana y se veía el aeropuerto, y me volví a sorprender de no ver nada más que máquinas y hormigón, asfalto de un color negro homogéneo, algún carricoche moderno cargado de maletas y césped verde marcialmente cortado. 8 horas antes el aeropuerto era un hervidero de gente que se arremolinaban y hablaban en voz alta tanto dentro como fuera, cerca de los aviones, formando pequeños grupos despreocupados mientras se resguardaban del calor buscando cualquier pedazo de sombra o dormitaban tumbados en cualquier rincón al caer la tarde.


El segundo impacto fue olfativo. Aquello ya no olía a nada, bueno, claro que sí que olía, pero olía a algo distinto, a plástico y a moqueta, a limpiador industrial, a edificio moderno, a esos coches recién comprados que huelen a material sintético y spray sintético. En India los edificios olían a gente, que no quiere decir que apesten -o quizá sí, según quien huela- sino que huelen a una mezcla entre sudor y tierra, fruta fresca y podrida, a aire de la calle con todo lo que conlleva, humo y gasolina incluidos, a moho encastrado y antiguo y al rancio de los bloques de pisos viejos y descuidados.


Y el último impacto fue el orden, la rectitud, lo pulcro del aeropuerto. Las filas de espera ordenadas y perfectas, la eficiencia británica, el sistema perfecto de informadores en uniforme, perfectamente planchados, peinados y sonrientes, sin esas camisas enormes que usan los indios, desabrochadas y descuidadas y por fuera de los pantalones y que a veces están manchadas y les da igual que así sea. El orden que nos divide en dos zonas, una para los europeos con pasaporte UE y otra para los demás, y que te hace pensar qué grandes somos aquí, que qué fortuna la nuestra que en sólo unos minutos y sin apenas prestarte atencío te dejan cruzar la frontera mientras que en el otro lado los miran de arriba a abajo y les comprueban los datos y los escriben en ordenadores y les sellan los visados y les controlan para que no sean terroristas o ilegales o quieran colarse sin tener permiso.


Después de recoger las maletas el aire de Londres, fresco y húmedo y limpísimo me golpea en la cara y por primera vez en 24 horas me siento respirar de verdad. Observo lo que me rodea y me vuelvo a sorprender ante una arquitectura cuadrada, rectangular y precisa, ante los ángulos rectos de los edificios modernos, realizados para la comodidad y eficiencia y para sorprender a la gente, para añadir grandeza y superioridad al imperio, cualquiera que queramos considerar como imperio, para sorprender y dar prestigio y para pasar a la historia de la modernidad. Preguntamos a un taxi y nos quiere cobrar 90 libras, que son como 4500 rupias, lo que nos ha costado la casa, casi un mes de alquiler, una casa grande con frigorífico y cuarto de baño y ventilador y aire acondicionado, casa para occidentales que no se permiten los indios, pues eso es lo que cuesta la media hora de taxi enorme y negro y brillantísimo que me hace pensar en los viejos autorishaw, triciclos con corazón de vespa que con 50 rupias -precio para occidentales- nos llevaban de una punta a la otra de la ciudad y que 24 horas antes saltaba sobre el asfalto cargado de nuestras maletas con dirección al aeropuerto de Bhubaneswar.


Decidimos coger el autobús y mientras lo esperamos compramos algo de comida: un par de bocadillos de verdura y queso, un cubilete de fruta cortada y un yogur para beber sabores fresa y vainilla. Me pongo a leer y me doy cuenta de que el yogur es ecológico y que el plástico del bocadillo es reciclado. Le doy un bocado y me sabe a lo que parece, a una mezcla entre industrial y prefabricado, a pan precongelado recién horneado y a verduras frescas traídas de algún sitio que está muy lejos. Busco una papelera para tirar los envases y me doy cuenta que hace dos semanas que no lo hago, y aquí además tengo la suerte de tener que separar la basura. Me sorprendo ante la ausencia de perros que me pidan comida y de vacas que rebusquen en los contenedores de fruta, y me impacto pensando que allí a 7000 km nadie busca una papelera y mucho menos separar basura, nadie piensa en el origen de la comida, en si será natural o si será industrial, en si habrán usado pesticidas o si tendrán hormonas, allí se come lo que hay, cocos, mangos, caña de azúcar, arroz y dal y verduras y pollo, y todo sabe a lo que es, a lo que parece, que no quiere decir que sea todo ecológico ni que esté bueno pero sí que es natural aunque esto signifique sólo que es natural porque es lo que hay. Observo las franquicias elegantes y sofisticadas y los cafés de medio litro en vasos de papel y plástico y recuerdo con cierta nostalgia los vendedores de té, que te lo hierven en cacharros viejos y abollados con leche y agua y jengibre machacado y te lo sirven en viejísimos vasos de cristal arañados por el uso, y que te ofrecen bizcochos y galletas guardados en tarros de vidrio, recuerdo los puestos de lassi -yogur batido- que mezclan fruta con con las manos y cuyo suelo esponjoso huele a tierra y a leche fermentada. Me vienen a la memoria imágenes de tenderetes de fruta, de puestos de sandías, de mangos, uvas y papayas, de plátanos pequeñitos, de sacos de arroz y lentejas, de soja verde y amarilla, de balanzas de mano de las que usábamos hace 10 lustros y que miden la masa con pesos de hierro de precisión dudosa, de esas bicis y motos cargados de caña de azúcar que luego meten en ruedas de manivela con que se extrae un zumo grisáceo y espumoso, de esas avenidas atestadas de personas que cuando cae la noche se convierten en un infierno incomprensible de motos, coches y seres humanos, de camiones con luces de colores y de bicicletas silenciosas, de cláxones y motores, de ruido infernal que al final ni echas cuenta, de perros adormilados que se juegan la vida cruzando la calle, de mujeres en sari y de niños rapados, de personas serias y ceños fruncidos que hacen gestos exóticos con sus cabezas que no entiendes si quieren decir sí o no o no sé y que no es que estén enfadados o les pase algo sino que son las formas de una cultura distinta, de los monos alegres que se saltan entre los árboles y buscan compañía entre tus pies, del calor brutal y húmedo, del sabor del pollo y de los huevos de campo, del olor a tierra, de la tierra que se pega al cuerpo, de la tierra que lo cubre todo, de la tierra en polvo que se levanta cada vez que algún vehículo intenta aparcar. Y de lo que más me acuerdo es de las vacas, pausadas, sencillas, enormes, que reciclan los restos de frutas, que se sientan a rumiar, que caminan pesadamente o que se quedan paradas en medio del tráfico si hacer nada, sin hacer nada, sin hacer absolutamente nada, como diciendo aquí estoy y a ver quién es el guapo que me aparta, con sus cuernos, sus jorobas, sus cuerpos grandes y su sencilla existencia. Las vacas son casi un símbolo en la India, símbolo de una existencia tan tanural que sorprende, san sencilla como compleja, tan distinta y tan extraña y tan compleja que luego de apenas 15 días se te pega al cuerpo y parece que lleves allí toda una vida.