Asisto con perplejidad a cómo últimamente se repite en mi mente una imagen de los años de instituto. Es de cuando estudiaba ese curso ya extinto denominado COU, para los que no lo hayan conocido Curso de Orientación Universitaria, que si no me equivoco equivale al actual segundo de bachillerato. En este curso existía una asignatura llamada filosofía. Era una asignatura extraña -extraña por lo inusual de los temas que se trataban, que no por la metodología que era la de siempre, apuntes de memoria y exámenes- y en verdad un poco fea, vamos, que gustaba a poca gente. A mí me desconcertaba: era una especie de historia donde se estudiaban nombres, hechos, lugares, eventos, sólo que en vez de estudiar a reyes, sociedades o países, alta política-invasiones-guerras, lo que se estudiaba eran ideas. Las ideas que se le ocurrían a personajes simpares, pintorescos pensadores, equipos de sesudas mentes e ideólogos más o menos visionarios -o más o menos ridículos-. A mí en realidad me gustó: me hizo plantearme preguntas que jamás se me habían ocurrido y comencé a ver las cosas desde puntos de vista absolutamente desconcertantes. Creo de verdad que me abrió la mente a otras formas de entender la realidad, a nuevos modos de entender la vida, el universo, el mundo en el que vivimos e incluso a mí mismo.
Recuerdo que casi al principio se estudiaba eso, lo que fue el principio, que en occidente coincide en tiempo y lugar con la antigua Grecia. Allí se reunían el tal Tales, los Parménides, Demócrito y Epicuro, luego después los Platón o Aristóteles, o las primeras escuelas y corrientes como los estoicos o los pitagóricos. Una de esas escuelas, cuyo nombre no recuerdo, no debatía sobre la moral o la razón o sobre la felicidad o la condición humana, sino que su función era, simplemente, la de enseñar. Y no enseñaban ni moral ni razón ni felicidad ni condición humana, sino que fueron los profesores de los hijos de los ricos, en concreto de aquellos predestinados por sus familias para en el futuro aventurarse en la aventura del poder y de la política. ¿Qué es lo que enseñaban, entonces? Pues las cualidades esenciales que todo político ha de conocer: el arte de la oratoria, la negociación, el debate.
A mí esto me tiene perplejo. Se me acumula en la mente. Veo en televisión que atribuimos a nuestros políticos la capacidad de resolución de cualquier problema -económico, social, educativo, laboral, médico, legal, judicial, tecnológico, cultural, energético, fiscal, financiero, moral, ideológico-. Les atribuimos la iniciativa de reformas -de los tipos anteriores-, la discusión de ideologías, la gestión de los dineros públicos, la repartición de los bienes comunes. Y sin embargo no les veo más que discutir, discutir, discutir, pelearse empleando consignas y... pero...
Pero, ¿qué es un político? ¿Es un economista, un sociólogo, un educador, un...? ¿Es un ideólogo, es un gestor, es un iniciador de reformas? Para la mayoría, un político es aquél que se preocupa por el bien común y es elegido por la mayoría para gestionarlo.
Para mí, no.
Para mí un político es un orador, negociador, un debatiente. Una mezcla de periodista y vendedor.
El objetivo del político no es gobernar al pueblo: es convencerlo de que le vote.
La cualidad del político no es su capacidad de gestión, ni su liderazgo en ideas: es que es capaz de ser el más votado.
Creo que nadie se ha planteado que para dirigir una comunidad de personas (ciudad, región, estado, etc.) hacen falta 2 cosas: ideología y gestión. No hacen falta políticos. La ideología marca hacia dónde hay que ir. La gestión es cómo se llega allí. El político cumple una función distinta, que está vacía, y es la de liar la perdiz al pueblo enviándole los mensajes apropiados para que le voten. Debería ser, además, un buen gestor y un gran ideólogo, pero eso ya no es así. Si lo fue algún día, de verdad que se ha perdido. Hemos vuelto a la antigua Roma donde el que mandaba era el que le votaban, y el que votaban era el que mejor hablaba y mejores juegos organizaba en el coliseo, o el que más guerras ganaba.
En su día se ejecutó una división del poder en 3 poderes: legislativo, ejecutivo, y judicial. Pero la realidad es que el que copa el legislativo es el mismo que es ejecutivo y es el que decide quién se va al judicial. Y suelen ser políticos con poca o nula capacidad de gestión o de innovación ideológica. Eso sí, son los que mejor conocen los entramados de los partidos, los que mejores eslóganes inventan, los que mejor campaña de imagen tienen, los que más alto y fuerte hablan, los que... todo menos gestión e ideología.
Un político no tiene por qué ser un buen gestor, un buen gestor no tiene por qué ser un buen ideólogo y un ideólogo no tiene por qué ser un político. Son 3 cosas distintas, muy distintas, casi contrapuestas hoy en día. ¿Por qué le pedimos peras al olmo, o sea, ideas y gestión a los políticos?
venerdì 12 febbraio 2010
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